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A una buena amiga
A
una buena amiga
Naranjas
cotidianas, mis recuerdos, son zumo embriagador, traen espejos. Tintinean las poncheras, un
cojo se menea en una pierna, un piano suena, salta la cumbia, apretados
merengues, caderas que se cimbrean. Momento de bailes voluptuosos, de propuestas.
Destiñendo
de la jarana, mi prédica en un sofá era monserga. Que duró un suspiro, hasta
que apareció ella, toda piel por descubrir, adulándome sus ojos
mentirosos, invitándome con sabia
sutileza a recorrer sus montes sin
fronteras.
La
tibieza de sus muslos marcó mis noches. Su cuerpo redondo fue
archipiélago, sus caricias primores
descubiertos. Su aroma de señora de experiencia fue un tentador regalo, vino
añejo.
Toda
mi cordura claudicaba en ella, su fuego arrasaba catecismos y dejé de preguntar
leseras, que porqué, que cuando y si de esto algún día te salieras.
Extraño
fornicar por sus estuarios, saboreando piel canela, bocetos de altiplano o de candela. Desprejuiciado y
loco, escapando de novias pretenciosas, la tuve acurrucada sin premuras, escuché respetuoso sus
historias de viajera.
Quiero
dar las gracias a ella, gran meretriz, hembra primera, gran amiga desconocida,
conversadora, paciente, de mi libido habilosa forjadora.
Gracias
a ella por sus lecciones tibias. Gracias por mostrarme su arte que dejó allá
arriba mi autoestima. Gracias por haberme aceptado, universitario sin cigarros.
Y, sobre todo, gracias por haberlo hecho gratis, compasiva.