Friday, February 02, 2007

Valles del norte: los aromas de un reencuentro


Valles del norte: los aromas de un reencuentro

Hernán Narbona Véliz

escritorhnv@gmail.com

He tenido este verano un especial reencuentro con el norte de Chile. Ha sido una sensación olorosa como tierra mojada, una sensación de mares más profundos, que han tallado los acantilados con figuras etéreas y volátiles; un redescubrir el cielo tachonado de estrellas; una sensación de respeto por el desierto extendido y un desafío íntimo de rescatar de sus entrañas las flores de un nuevo nacimiento.

Esta comunicación con los paisajes nortinos me ha llevado a recordar inconscientemente las bellas sensaciones de mi infancia en Petorca. En esa ciudad trabajó de niño mi padre, ayudándole a su abuela a fabricar chicha de guarda que reposaba en gigantescas tinajas en una casona de barro, que quedaba frente a la cancha de fútbol del pueblo, uno de los lugares de mayor jolgorio los fines de semana. De niño viví extensos veranos e inviernos en ese valle ahora rebosante de verdor que se ubica desde Papudo hacia la cordillera.

Cómo olvidar esa magia de los viajes en tren a vapor, la canasta de meriendas, el termo con té y esa magia irrepetible de la máquina respirando en su ritmo de metales, moviendo el convoy casi a paso de hombre, trepando la cuesta del Melón para entrar a La Ligua, y luego, cruzando por el túnel de Pedegua, seguir por Cabildo hasta Petorca. Un valle encerrado en gigantescos cerros rocosos que era entonces un delgado hilado verde, que subía hasta el Chalaco, en la precordillera.

El valle disputaba al desierto pequeños espacios de verdor; el río en largas épocas de sequía era un fino hilado que se compartía en la comunidad a través de acequias que iban entregando equitativamente el precioso elemento a los sitios sombreados de las casonas de adobe. El aroma de la tierra del norte a la hora del crepúsculo, era como una oración que se elevaba hasta la cruz del alto, hasta donde íbamos de excursión, esgrimiendo aves maría purísima para espantar al diablo. Los inmensos paltos tenían brazos acogedores que regalaban esa palta chilena que en el pan amasado y junto a la leche caliente llenaban de aroma las auroras de infancia.

El río de Petorca venía desde Chincolco y nacía arriba en la cordillera, seguía por Hierro Viejo hasta Cabildo. La vida plácida del norte exigía escapar a las siestas y la comunidad compartía al atardecer, sentada en las veredas, saludándose todos como si recién se vieran; durante el período estival, las plazas se llenaban de veraneantes que se repetían año tras año, en una aventura constante de romances, promesas, insignias que intercambiábamos en los sombreros; pañuelos y cartas de veranos enamorados, que esperaban la reiteración de su encanto para las vacaciones de invierno.

Petorca tenía el encanto de las zarzamoras que creaban pasillos hasta la piscina municipal, el agua del río la cruzaba y la mantenía siempre fresca como un oasis en medio del calor rotundo de la media tarde. Allí se dibujaban los paseos de la tarde, las vueltas en bicicleta, el helado casero que batía con grandes paletas de madera el mismo señor, por muchos veranos, sonriendo al ver repetirse la clientela infantil, convirtiéndose poco a poco en adolescentes que posábamos frente al cajón del fotógrafo de la plaza junto al busto sobrio de Don Manuel Montt.

El Norte chico se cimbra ante mis ojos como esas chilcas del río con las que inventábamos refugios para jugar en pandillas; el río donde juntábamos las redondas piedras para construir las pozas de la temporada. Ese río que en los inviernos nos regalaba escenarios para conversar de penaduras, de apariciones del diablo “que murió en Petorca y en La Ligua lo enterraron”. Así he sentido este acercamiento al norte de Chile, como un mosaico lleno de aromas, como un racimo de esas uvas doradas que después se hacían chicha en las grandes tinajas de greda de mi bisabuela.

En el norte me deslumbré con el rigor del desierto, con el tesón de los mineros de la Mina el Bronce. En esos parajes aprendí a pescar la trucha, aprendí a cazar y me fui de espaldas con el culatazo del primer disparo inolvidable. En esas casas de adobe empinadas en los cerros con muros de coligüe, supe comer las tortillas de rescoldo y el queso de cabra con ajíes rojos que sacaban lágrimas. En esos caminos ripiosos aprendí amar mi tierra y dejar en ella un espacio permanente de afectos que tuve que acomodar junto a mis cerros de Valparaíso, que acunaron mis miradas de infancia.

En este verano de 2007, he tenido un encuentro muy especial con el Norte Grande y he apreciado conmovido la belleza de los caminos precordilleranos, sintiendo que el verdor que nace en medio del agreste clima atacameño, es más fuerte que en el centro y sur; es un verdor rebelde, persistente, que grita su conquista entre las piedras afiladas del desierto salino.

El agua, sinónimo de vida, serpentea como un canto por valles encerrados por el desierto y la mano del hombre va tejiendo gigantescos mantos de verdor que rebasan los valles y se encumbran por los cerros que eran roca milenaria. Admirable y conmovedor el escenario andino mantiene la pureza de ese norte de mi infancia. Aún se mantienen las casas de adobe y los pueblos nómades que transitan los valles con sus animales, yendo y viniendo por los pasos escarpados, manteniendo sus costumbres, generando verdaderas islas donde el tiempo se ha detenido como por arte de magia.

He conocido los valles de Copiapó, he estado nuevamente identificando estrellas, he saludado desde Chañaral a un cometa que pasó este verano y que recién volverá en un par de siglos a aparecer por estos lados. He saboreado la fruta que concentra aromas y conquista el mundo. Soy afortunado de poder repetir sensaciones que creí estaban perdidas en los registros de mi infancia, pero al caminar por las plazas sombreadas de esta tierra, al contemplar atardeceres marinos en Caldera, al recorrer el desierto de Atacama, he imaginado que estoy reviviendo aventuras adolescentes y que en mi retorno a estos paisajes he recuperado una vertiente profunda que me conecta con ese tatarabuelo bucanero que alguna vez se conmovió como yo con estos valles, hincó rodilla en tierra, supo olorosar la tierra húmeda y se dedicó a sembrarla de árboles y de hijos, en una odisea temeraria que le hizo luchar constantemente contra la adversidad y supo sacarle sonrisas al mismo desierto.

Copiapó, 03 de febrero de 2007

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