Murmuro por los rincones de la casa grande, intentando conversar contigo. De pronto apareces, fruncido el ceño, caminando rápido, irradiando sabe Dios qué gran energía, orbitas por las plantas, les conversas, sabes que te esperan sedientas de tu cariño. Como yo mismo, que languidezco frente a las pantallas, inventando esas conversaciones cómplices, esas risas impublicables que metaforan el amor en lianas cotidianas. Bebo las fresas de un vino fresco y me relajo en el verano, divago mis escapes, rememoro conquistas, hasta que al final me acomodo en la cama grande, hago zapping sin discutir con nadie y eso lo hace absurdo y sin sentido.
Finalmente, resignado a compartirte con los hijos, reconozco mi egoismo infantil y aguardo las medianoches para tomar el aire del Pacífico, que viene soplando desde Pan de Azúcar, riego tus árboles de canto matinal, barro la vereda de nuestra casa y me voy a dormir con la luna a mis espaldas, disfrutando el silencio, teniéndote conmigo, sin verbalizar, sin dramatismos, como el simple caminar juntos, como el desafío cotidiano de inventarnos las auroras y seguir juntos, inexorablemente juntos, deliciosamente cómplices y niños.
Sin decir nada, un lado de la cama queda quieto, inundando tu tibieza la almohada vecina y, en medio de la luna real que intrusea por el ventanal, yo me doy maña para conversarte desde el éter del planeta, éstas, nuestras historias urbanas, de desierto y sal, desde Atacama.
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