Hernán Narbona Véliz, poeta chileno, nacido en Valparaíso, con un largo derrotero por América Latina. Su poesía es una incitación al debate y un aporte a la cultura universal. Poeta de la generación del setenta, escribe desde la angustia o la risa, sin victimizarse, cronista de la vida, con sus sueños en ristre, invita a abrir nuestras ventanas al amor.
Monday, May 05, 2025
Risa en colores
Tuesday, April 22, 2025
Apuntes de atelier
Desnudo
Sunday, April 20, 2025
El lenguaje en entropía
Saturday, April 19, 2025
Cruzar la línea roja
Romina se despertó temprano. Entró a la ducha
sin remolonear como lo hacía siempre, lavó su cabello y lo sacudió varias veces
antes de enfundarlo en la toalla como turbante. Sabía que no podía cepillarlo
aún y pensó que después de desayuno lo haría.
Se preparó un café con leche y mientras
degustaba el aromático brebaje encendió el celular y releyó una vez más el
mensaje encriptado: nos juntamos en el casino a las 11.
Ricardo pasó como de costumbre a dejar los
niños al colegio, saludó con una seña desde el auto a la inspectora que atenta
en la puerta iba ordenando el flujo de alumnos de ese día. Su mujer los había
despedido, como cada mañana, en su buzo deportivo, preocupada de las colaciones
y las tareas. Una vez que abrió esa mañana como tantas se dirigió a la
universidad, a la primera hora de clase que partía a las 9 y terminaba a las
10:30. El tiempo preciso para alcanzar al casino de la universidad y acomodarse
en una mesa, con impostación de académico. Pero en su piel comenzaba a sentir
las palpitaciones de ese próximo encuentro, en veinte minutos, degustando un
agua mineral, mientras ojeaba sin leer el libro usado en la clase matinal.
Cuando divisó su pelo rizado, húmedo aún, se levantó, chequeó las llaves del
auto en su chaqueta y se acercó a ella, saludándola con un beso en la mejilla.
Vamos, en el camino conversamos.
Cuando ella entró al auto, su perfume fresco
fue un latigazo que le remeció de arriba abajo. Cuando ella añadió una sonrisa
vivaz, Ricardo se dio cuenta que ya habían cruzado la línea roja, que había que
dejar en la tácita complicidad de las miradas todo lo que vendría.
Ella acercó su mejilla color canela y el
depositó un beso con los labios entreabiertos, tratando de transmitir la
hoguera que se venía encendiendo en su pecho.
Condujo entre trivialidades, te acuerdas
cuando fuimos alumnos, esa fiesta del posgrado fue genial, siempre fuiste
impulsivo, quién habla, tú llevabas el juego, en fin fue maravilloso, y aunque
digan que veinte años no es nada, acá vamos, como piezas desgastadas de un
ajedrez no deseado. Ambos con esa deuda, manchando nuestras existencias de
normalidad, ser políticamente correctos. Pero con la procesión guardada en el
subconsciente.
Tienes razón, nos lo debemos. Dicho lo cual
ella le puso la mano en el muslo derecho presionando suave, como diciendo,
calla, está todo dicho.
Llegaron a un hotel en el camino costero. Se
registraron, antes de subir a la habitación decidieron almorzar. Un vino
Cabernet Sauvignon fue abriendo las compuertas de un diálogo pendiente. No
importaban los galardones que cada uno ostentaba. Lo suyo estaba enclavado en
un punto donde todos los sueños flameaban por sus cuerpos, decididos a
revolucionar el mundo. Y, de pronto, sus anhelos y su pasión había sido abruptamente
rota y desangrada de distancia y silencios
Cuando subieron a la habitación se iniciaba la
tarde. Dos maduros amantes comenzaron a redescubrirse, a prodigarse todo
aquello aprendido como autómatas y que ahora cobraba sentido en la naturalidad
de esa entrega que pendía en sus corazones, en forma discreta y dolorosa. Dando
rienda suelta a esa represa pasional, se sumieron en esa burbuja que habían
esperado cada cual en sus propios escenarios.
Unas horas más tarde, Ricardo le pidió una
aplicación que la llevara a casa, donde Romina vivía sola. Él condujo de vuelta
a casa, Abrió las ventanas y un aire fresco borró cualquier rastro de su
perfume. Al llegar, Nancy lo esperaba para cenar; él pasó a dar el beso de
buenas noches a los pequeños y se sentaron a cenar...
¿Cómo fue tu día, amor? Complicado, tú sabes, los fines de
semestre y los proyectos que hay que informar...pesado, pero todo bien...
veamos qué nos cuentan las noticias, dijo, encendiendo la tele.
Romina despertó relajada. Sintiendo todavía en
sus oídos los susurros indecibles de la tarde anterior. Era dueña de su tiempo,
soberana de su cuerpo, pero reconocía que su espíritu estaba acorazado por
desengaños y era vulnerable a esa química exultante que Ricardo le provocaba,
con su tacto y su decir. Haber enviudado en París luego de casi dos décadas
había resultado un detonante. Se abrió para ella la ocasión de regresar, algo
que había esperado largamente. Jean Claude, su marido francés había sido un
ancla de seguridad, cuando sus padres exiliados habían fallecido esperando
poder volver. Había crecido viéndolos decaer y secarse, como la ruda frente a
los deseos oscuros, esperando la noticia que nunca llegó. Fue en la universidad,
donde conoció y aprendió a apreciar el discurso idealista de Jean Claude y su
amor reposado y leal.
Regresar a un Valparaíso que solo conocía por
los nostálgicos cuentos de su madre, fue como arañar en la tierra buscando un
vestigio de su propia identidad.
Haber reencontrado a Ricardo en la vieja
universidad tras veinte años había sido una jugada justiciera del universo.
Coincidir en ese post grado en París, él de paso, becado por su universidad
chilena, ella parisina, en ese pasional instante de utopías, había sido todo como
un chispazo de expectativas que se diluyó en el tiempo, pero dejó su
interrogante en sus destinos.
Ahora, Romina, viuda, era totalmente autónoma,
pero Ricardo estaba comprometido, inalcanzablemente cercano, en piel y
espíritu, aunque habían comprobado que sus energías sincronizadas se habían
atrevido a probar un bocadillo de goce integral.
Él esa noche no pudo conciliar el sueño, no
había culpa alguna, habían cruzado la línea roja y cumplido esa promesa que,
por circunstancias ajenas a sus deseos y voluntad, no pudieron concretar. Nada
sacaba con darle vueltas, el deber se imponía al derecho de ambos de vivir esa
plenitud que pudo ser un derrotero genuino, pero allí quedó, entrampado en las
circunstancias odiosas de un adiós.
Cada cual en sus pensamientos, Romina y
Ricardo se hacían la misma pregunta: ¿lo dejamos acá sensatamente, o nos
dejamos llevar por el desenfreno y asumimos los costos?