Absorto en el penúltimo crepúsculo, voy aspirando el aire marino, pensando en la sal pegada a tu piel canela, la que aprendí de memoria cuando te seguía como un perro faldero por los cabarets del muelle, juntando mendrugos para comprarte una caricia, para tener derecho a un remezón de tus caderas de artista, olerte sudorosa, con lociones violetas, para llegar como un adolescente a la plaza de juegos, a las sillas voladoras, al éxtasis del vértigo.
En medio de un suspiro profundo descendía de tus pechos aureolados y quedaba desvencijado con una mano en tu vientre, deslizándome como en un tobogán hacia el sueño relajado. Al abrir los ojos ya no estabas, como tampoco está hoy el sol en el horizonte y apenas una línea azul rosa traza despedidas y aplaude a la noche que se asoma con sus tules de juerga. Así, como un soplo, desapareciste de mi vista y nunca más supe de ti, errante ninfa de los campamentos, laboriosa trabajadora sexual de Pueblo Hundido. En cada puesta de sol, te buscan mis manos rasgadas por la tierra cobriza y es un fantasma tu cuerpo oloroso a arenas y concheperlas.
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